Había una vez un señor que sembró una semilla de mango en el patio de su casa. Todas las tardes la regaba con cariño y repetía con verdadera devoción:
- Que me salga durazno, que me salga durazno...
Y así llegó a convencerse de que pronto iba a tener un árbol de duraznos en el patio de su casa.
Una tarde vio con emoción que la tierra se estaba cuarteando y que una cabecita verde pujaba por salir a la búsqueda de los rayos del sol. Al día siguiente , en el patio de su casa, asistió emocionado al milagro del nacimiento de una vida.
- Me nació el árbol de duraznos- dijo el hombre con satisfacción y orgullo.
Hasta se puso a imaginar que en unos años la familia podría disfrutar de unas suculentas cosechas de duraznos. En las tardes , mientras cuidaba y atendía con cariño a su árbol , le hablaba como a un hijo y le decía:
- Tienes que ser un verdadero árbol de duraznos; bien distinto y diferente a esos árboles de mangos populacheros que crecen silvestres y que , en época de cosecha, llenan los patios de las casas.
El árbol fue creciendo y un día el hombre vio, primero con duda, después con incredulidad y desconcierto, que lo que estaba creciendo en el patio de su casa no era un árbol de duraznos sino un árbol de mangos. El hombre dijo con despecho y con tristeza:
- No entiendo cómo me pudo pasar esto a mí, tanto que le dije que fuera durazno y me salió mango.
Y es que se recoge lo que se siembra.
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